
Por Daniel Ares. Extraído groseramente de la página de la Revista Lote, dirigida por Fernando Peirone.
Señor director:
Me hice puta por pureza, siendo tan joven, que ni siquiera me di cuenta. Empecé como tantas, por el sólo placer de hacerlo, después no pude parar, y un día descubrí que ya era un vicio, o quizás algo más, quizás era pasión, auténtica pasión, me convencí por fin, y entonces de a poco advertí que ya no podía, ni quería, ni sabía hacer otra cosa, y así mi pasión degeneró en oficio, fue mi deleite y mi sustento, mi sacrificio a veces, pero siempre un gusto. Y aunque todavía soy capaz de entregarme por amor, también es cierto que aprendí a vender mis artes. De algo hay que vivir, quién no lo sabe, y yo elegí vivir de la escritura.
Así de los talleres pasé a las redacciones, de la poesía a la narrativa, de la nota al cuento, del cuento a la novela, de inédito a público, y hasta fui traducido a un par de lenguas lejanas que jamás hablaré. Un milagro, sí... pero un milagro hijo de la pasión, de la pureza, del sacrificio, un premio divino a una puta cualquiera, pero una puta devota, cómo no… Porque eso es lo que somos, señor director: putas. Y si no lo somos, al menos lo parecemos… Y acaso esté bien, por qué no: tal vez así, con escándalos de burlesque y rencillas farandulescas, recuperemos la atención del gran público que supimos espantar, por qué no.
En la edición de Ñ del sábado 12 de junio, se enfrentan varios narradores en lo que se propone como una riña de gallos pero que al cabo no pasa de un cacareo alocado. Al día siguiente, en el Radar Libros de Página 12, mientras nos desayunamos con la muerte de Juan José Saer, Juan Pablo Feimann se sienta a cagar bien caliente sobre su aún tibio cadáver. No hace mucho cambiaban guantes Ricardo Piglia y César Aira, mientras el loco de Tomás Abraham les pegaba a los dos al mismo tiempo con un libro como un ladrillo… Pero acaso lo mejor de todo no es que se discute lo literario, las teorías ésas que tienen, o sus buenos recursos de buenos carpinteros, sus influencias, sus distingos o afinidades, no, ya no, ahora vuelan chismes de trastienda, ingeniosas ironías que revisten miserias de seda, apostillas de show business sobre contratos, anticipos y pases, maniobras editoriales, corruptela de jueces y de concursos, y en el mejor de los casos, hasta se tiran con mierdas personales. Guillermo Martínez, en Ñ, acusa a no sé quién de estar casado con tampoco importa, y a su vez tampoco importa termina hablando de Jorge Rial… ¿No es fantástico?
Apenas al día siguiente, en el Radar Libros del domingo 12, Juan Pablo Feinman desprecia ese “canon que funciona desde el 84”, regido según él por el supremo triunvirato “Saer, Piglia, Aira”; al toque le pega duro con un palo y duro a Beatriz Sarlo, a Halperín Donghi; y ahí nomás designa con sólo cinco nombres a los únicos que se le acercan; y antes, en un párrafo anterior a todo, aborrece la obra entera de Saer, dice de sus novelas nada más que “son aburridas”, y que Glosa es un plagio de la película japonesa Rashomon: “un Rashomon santafesino”, dice… En la misma edición, fatalmente, el mismo diario la misma mañana anuncia la muerte en París de Juan José Saer. Fantástico, sí. Tan fantástico que me dieron ganas de salir a bailar otra vez. Más ahora, que ni siquiera se usa bailar en pareja… Porque yo estaba retirado, es decir, en realidad me retiré apenas empecé, apenas publicaron mi primera novela y tuve ingreso al viejo mundo del circo literario, en el cual, como en todo circo, uno puede ser equilibrista, mago, payaso, incluso mono, cómo no.
Porque el primer libro que te publican es también un viaje de conocimiento. De pronto ya no estás en la platea sentado, ahora hacés tu número en la pista, tu cara y tus palabras se imprimen por miles, aparece tu foto en el suplemento que siempre leías, tal o cual crítico (brrr) habla de tu novela, de tu prosa, de vos, otro quiere entrevistarte, te invitan a mesas redondas, sos parte de un panel, te llaman de la radio y te escuchan tus tías, capaz que hasta vas a la tele, y un día sin darte cuenta despertás en una jaula en la Feria del Libro firmándole ejemplares a la gente que te mira como se mira un mono…
Yo cuando me hice escritor (es decir: cuando me publicaron por primera vez, porque antes nadie te considera escritor por mucho que escribieras), decidí que iba a probar –aunque fuera en escala primara– todas las vicisitudes de la vida pública del escritor, a ver si me gustaban o no. Por eso me retiré enseguida.
Mi primera novela apareció en diciembre de 1992, y mi vida pública como escritor terminó hacia abril o mayo de 1993, en ocasión del I Congreso de Narradores organizado en la ciudad de Villa Gesell; y que aquí me permito recordar rápidamente animado por este viejo circo que veo que ahora de vuelta en la ciudad.
Si mal no recuerdo fue en la semana santa del 93 cuando se organizó ese congreso en Gesell. Abril o mayo. Lo que sí recuerdo bien es que éramos unos veinte escritores o más que viajamos desde Buenos Aires, como jugadores de fútbol, todos juntos en un micro. Pero no había equipo, no. Adentro la densidad de egocentrismo por centímetro cúbico era tal, que el aire había que morderlo para respirar… Recuerdo algunas caras alrededor: el finado Miguel Briante, en el papel del viejo patriarca a bordo, canonizando con su aura generacional entre aquél aquelarre de novatos; entre los muertos de hoy y novatos de entonces también estaba el flemático y casi arrogante, y sin embargo tan querido por todos aún en vida (cosa tan rara entre nosotros) Charlie Feiling; y entre los vivos todavía lo recuerdo a Juancito Sasturain –siempre sereno y sonriente–, al viejo Vicente Batista (que ese mismo día –para horror de mis compañeros de viaje– había firmado en el suplemento literario de Clarín una reseña muy amable de mi libro); y estaban también, cómo no –y ya espalda con espalda–, Rodrigo Fresán y Juan Forn, esa extraña pareja que entonces custodiaba la puerta de ingreso a La Vanguardia Literaria Argentina como un par de inflados patovicas de anabólicos libros… A mi lado se sentó Daniel Guebel –teorizando sobre literatura desde temprano, sin respirar casi, y en un lenguaje muy sofisticado que a medida que avanzaba se volvía curiosamente inaudible–, y que después, una vez allá, aparecieron otros más: Guillermo Saccomano –con su cara de Villa Gessell soy yo–; Mempo Giardinelli (¿puede ser vestido de cowboy?), y un muy joven y como yo primerizo Guillermito Martínez; y don Andrés Rivera, a quien allí Fresán bautizó “el pepitito marrone de la literatura argentina”; y don Rodolfo Rabanal, ya casi en bronce, y… éramos un montón, qué mierda.
El hotel estaba bastante bien, casi sobre la playa, tenía un buen salón de grandes ventanales que daban al mar, un inmenso hogar a leña, y los cuartos eran muy cómodos. La gente de Gessell, hay que decirlo, se había esforzado mucho. Pero nosotros enseguida lo arruinamos todo. Los chismorreos entre susurros, las inmediatas camarillas, las incesantes ironías, indirectas, burlas taimadas, en fin: las envidias y los recelos supuraron una especie de bruma que de a poco nos fue envolviendo, hasta que pronto nos perdimos en ella…
Como la coordinación del evento le había sido encargada a Miguelito Russo, los chicos de Página 12, claro, se quedaron con las habitaciones singles y dobles, y los demás nos repartimos lo que dejaron.
A mí me tocó compartir el cuarto con dos buenos muchachos: Ricardo Mariño –hombre sencillo y amable, autor de cuentos infantiles, inofensivo para nosotros (los narradores adultos, los elegidos)–, y el doctor Carlos Chernov –unos años mayor que yo, pero primerizo también–. Como ni Chernov ni yo trabajábamos en Página, se ve que por no andar solos, allí andábamos juntos.
Juan Forn y yo no nos gustamos nunca, y me acuerdo que –bocón– enseguida se lo dije a Chernov, quien tan amable se mostraba con aquél. Por entonces –desde hacía un par de años–, Juan Forn dirigía la colección de narrativa Biblioteca del sur de Editorial Planeta, y sus amigos el suplemento Primer Plano de Página 12. Eran muy sólidos, sí. Dos copias de mi primera novela habían llegado por distintos caminos, una a De la flor, y la otra a Planeta. Después de más de un año de espera en cada caso, Divinsky y Forn me llamaron, cómo olvidarlo, el mismo día, el día de mi cumpleaños. Divinsky la quería publicar, Forn no. Forn la rechazó, según me dijo, y cito textual: “porque le falta epifanía”. Recuerdo que ni bien llegué a mi casa busqué epifanía en el diccionario para ver si quería decir lo que yo creía. Y sí. Pero no por eso es que no me gustaba Forn. No me gustaba porque siempre me pareció un tilingo. Y se lo dije a Chernov. Pero Chernov nada más me contestó, y cito textual otra vez: “este año voy a ganarme el premio Planeta”. Y así fue. Ese año Carlitos se ganó el premio Planeta y los 40 mil pesos-dólares que te daban entonces. A mí me sorprendió tanto, pero tanto, que lo llamé para felicitarlo, y no por el premio ni por la guita, sino por esa increíble clarividencia profética que es cualidad de muy pocos escritores... Seguro que él se acuerda.
Y bueno, eran los ‘90, el circo tenía aquél estilo, hoy es otra cosa… En esa época Lanata todavía dirigía Página 12, pero también era escritor. Y flaco. Se vestía con ropa de Bali, veraneaba en Punta del Este, y se dejaba fotografiar en los lugares más inteligentes de la superficie espumosa de la noche. Sus empleados en Página escribían maravillas de su libro, pero por todas partes se rumoreaba que esa novela suya –cuyo título me arrebató el olvido– había salido a la calle con una faja que ya en la primera edición rezaba “segunda edición”… Habladurías, chismes, yo qué sé… Todos nos reíamos y nos odiábamos, nos llevábamos bastante bien. (Y aclaro que yo a Lanata no lo traté nunca, no me hizo nada, sólo recuerdo).
Forn, Saccomano y Fresán se habían erigido en la santísima trinidad sin cuyo amparo era imposible la existencia. Recuerdo que firmaban artículos donde se elogiaban mutuamente sin ningún pudor, pero habiendo tenido antes la precavida astucia de entronar al buen Osvaldo Soriano como Padre Eterno. Soriano, ya cansado y siempre generoso, no les negaba nada, y ellos, entonces, desde las páginas de Página, listaban la nueva literatura argentina, y el que allí no entraba, directamente no existía. Todos peleábamos un espacio, pero ellos eran los mejores. Estaban en todas partes, se hacían amigos de Fito y de Calamaro; ponían los ojos en blanco por nuevos autores extranjeros que ahora nadie recuerda, y aún entonces no habían oído siquiera nombrar a Joaquín Sabina... Pero eran los mejores, sí: se autoincluían en las antologías que ellos mismos recopilaban, estaban en la Feria del Libro 24 horas por 24, infiltraban las editoriales y los suplementos que no manejaban, sus comandos irrumpían en todas las presentaciones todas, no faltaban en ningún ágape, en ninguna encuesta, mesa redonda, debate, polémica, jurado y parte… Sin dudas el campeón era Forn, que llegó a ser a un mismo tiempo editor de Planeta, juez de su concurso, editor del suplemento Radar, crítico, y escritor… eran impresionantes. Y aún así todavía se hacían tiempo para jugar al pool, me acuerdo. Eran magníficos. Uno se preguntaba de verdad en qué momento de la vida estos pibes se hacían tiempo para escribir sus grandiosas epifanías…
Pero volvamos que me voy al congreso aquél en Villa Gessell, cuando al cabo de tres días de mesas redondas (y de tres noches de sobremesas rodantes), todo terminó como era de esperar: no se llegó a ninguna conclusión, no se consiguió ningún progreso para nadie, nadie mejoró su prosa, y por supuesto, todos nos peleamos con todos hasta que por fin el domingo a la tarde nos metieron no sé cómo en el mismo micro que nos había traído, y así nos volvimos a Buenos Aires, callados, cansados, hartos, la mayoría con resaca, algunos todavía borrachos, y todos anónimos, estancados y perdidos en la interminable caravana de la gente común que nos cree un micro cualquiera... ¡No ven que allí viaja la selección nacional de la Nueva Narrativa Argentina!
Al llegar, me retiré. Casi espantado. Intenté cultivar una amistad con Charlie Feiling, y su gran Gabi Esquivada, éramos vecinos, alcanzamos a compartir mesas, platos, recetas, botellas… pero Charlie se nos murió enseguida, y a los demás no los vi más. Me paré al costado de la ruta, y me entregué al oficio con la callada esperanza de que a lo mejor un día…
Pero ahora veo, tanto tiempo después, que así más o menos seguimos como siempre: nosotros, los escritores, atrapados en la mínima cápsula de nuestros propios miedos y miserias, en marcha pero estancados, anónimos y perdidos en la interminable caravana de la gente común, que sabiamente, nos corresponde con su ignorancia. Nosotros los ignoramos a ellos, y ellos nos ignoran a nosotros. Y es que los puteríos son así: carnavales amargos que sólo a sus putas entretienen.
(Perdón por la tristeza).
Daniel Ares nació el 20 de marzo de 1956 en Buenos Aires, es escritor y luego periodista. Publicó las novelas "La curva de la risa" (Ediciones de la flor, 1992) y, bajo el mismo sello, "Banderas en los balcones" (1994), que recibieron los elogios de la crítica y del público.
3 comentarios:
(che no es por ser desconfiado, pero esto me suena a fuego artificial, interesante y miserable en proporciones similares, es comprensible que no lo hayan publicado)
creo que es más miserable que interesante. Al principio me llamó la atención cómo ajusta algunas cuentas, pero después se va un poco a ese tono programa de rial que lo hace todo un poco más turbio. Tiene lindos momentos, algunos. Me lo pasó lucas este texto, después de una charla donde nos reíamos de esa luchita de poder, bah, de un lugar, como si estuvieran meando el campo (gracias, don Pierre) los muchachos de puán. Fue algo así como que a los escritores no los lee nadie, a estos escritores por lo menos, quitando algunos nombres más o menos fuertes que se mencionan, pero todos se matan por el amor de mil o dos mil tipos que reproducen el mismo funcionamiento miserable y un poco interesante que tiene este texto. Para más información, vale ver las dos o tres apariciones de Saccomano en Ñ el año pasado (o el anterior, no recuerdo bien) con el numerito ese de Osvaldo Bayer y la Betti.
Me parece qe importa bastante poco si fue o no publicado por los medios o no. El texto es de una miseria increible, es peor que la pelea nazarena-vives, ni siquiera llega a un sofovich-rial, mirá lo qe te digo. Pero lo qe muestra es lo qe dice el negro, esa peleita de vedetongas publicadas qe se pelean por las migajas qe les tiran los productores-editores de la colonia de insectos qe es el microcosmos literario de este pais.
sospecho qe lo mas destacable es leer esto para cagarse de risa, ciertos momentos son muy graciosos, como leer al guillote y a JP puchereandole a la betti qe los deje entrar...
Abrazo
L.
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