Del otro lado

Los descuidos.

Mi mano se desliza en busca

de los pechos expertos:

el agua es tibia y generosa.


Bajo la tela prevenida de su prenda nocturna,

han bajado los cielos

para dejar caer el primer movimiento del agua.

Parece que va a llover; todo está quieto y solo

.

Ella puede demorar las cosas;

ocultar algo todavía. Puede salvarse.

¡Dios mío, que no haya perdido esa, entre tantas agudezas!


Sólo me tranquiliza que sea una mujer de mundo:

tiene astucia para el naipe

y para la indolencia;

es hábil con su cuerpo elegido

que se encrespa y ruge. Conoce a fondo los placeres.


Pero con el temporal irrumpen sus fragancias secretas:

es ésta una delicadeza que nunca pudo controlar.


Entonces la excede la innecesaria vergüenza;

los sueños quebrantados, el olvido.

Y la dejo llorando,

perdida en su mundo,

en nuestro dudoso mundo,

tan frágilmente suspendido.



Amarla es difícil.


Es buena, cuando duerme;

el calor de su cuerpo es un puñal de vidrio

que remonta los sueños.


Cuando calla, es buena

y su voz una premonición olvidada y peligrosa

que arruina el silencio.


Cuando grita o llora

o se lamenta o se divierte o se cansa,

nada puede contener

este dolor alegre que envenena

mis sueños y mi soledad.

Por eso es difícil pensar

en ella, en su cara bondadosa;

abandonarse; por eso

es una cobardía retenerla

y dejarla ir, una pavorosa crueldad.

A veces, cuando lo pienso,

no sé que hacer con ella,

con este destino luminoso.


Francisco Urondo, Del otro lado

1960-1965.

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